jueves, 28 de noviembre de 2013

Por Dolores Fernández

BATIR DE ALAS

Cuentan que el pueblo festejaba el fin de la cosecha. Las mesas tendidas, a la sombra de los tilos, rebosaban de comidas sabrosas. El aire aromaba dulzón y agitaba el pulso de los jóvenes que esperaban ansiosos la hora del baile.
La sorpresa se colgó de las caras, cuando se oscureció el cielo. No había anuncios de tormenta y el más anciano del pueblo aseguraba que no le dolía la cadera y todos sabían que era infalible.
Enmudecieron los trinos, relincharon los caballos. Un temblor de muerte agitó los cuerpos, los perros, que husmeaban golosos, aullaron. Las jóvenes, cruzaron los brazos protegiéndose, hasta que la sombra se perdió a lo lejos.
Con gritos de alegría, siguieron con los preparativos y alzaron las copas.

Laura, la menor de los Pelayo, dueños del Almacén de Ramos Generales, rondaba enojada, alrededor de sus hermanos mayores, que preparaban los instrumentos para comenzar el baile.
Menuda e inquieta. Pequeña para estar con los jóvenes y florecida para jugar con los niños, se sentía olvidada, en un espacio helado.
Dando tropiezos, se alejó de la fiesta, hasta llegar al camino que llevaba al arroyo que saltaba libre entre las piedras.
Un batir de alas gigantescas la detuvo, detrás del molino un animal enorme más grande que un águila o dos o tres, trataba de incorporarse.
Laura, sujetó la falda que la brisa agitaba. Temblorosa, viendo que el animal se entregaba vencido, lo tocó con una vara de mimbre que se curvó sin poder moverlo. Terrible, fue su sorpresa, cuando asomó entre las alas, un joven bellísimo. Desde la frente, bajaba un caminito de sangre que le cubría los párpados.
Ella soltó la cinta de sus trenzas y limpio con cuidado la herida.
-¿Quién sos?
-Ángel, vengo del pueblo vecino, las cenizas del volcán lo cubrieron todo, troncharon las rosas y secaron los frutos. Traté de protegerlos pero se endurecieron mis alas y apenas si llegué aquí. Solo un diluvio podría liberarme.
Laura, no podía apartar los ojos de las alas que parecían a punto de quebrarse. Recordó las fiestas, cuando aún jugaba con los niños y se deslizaban por la pendiente hasta caer en el centro del arroyo.
Empujó con todas sus fuerzas el cuerpo entumecido. Un envión, dos, le sangraron las manos y cayeron abrazados y exhaustos en el medio del cauce, grises goterones se desprendían de las plumas. Hasta que el Ángel agitó las alas y un arcoíris victorioso se elevó a lo alto.
Giraron entre nubes algodonosas. Sobrevolaron el molino, él sujetaba el talle breve. Espiaron el baile. Algún perro, intento dar aviso, pero se entregó a la modorra que cabeceaba ahíto de comida.
Bajo los tilos. Entre cantos y risas los lugareños, ya añoraban  la fiesta.
Los bailarines, envueltos en el ocaso, se entrelazaban olvidados de la música, besos robados, buscaban dueños.

En lo alto, Laura miraba el pueblo diminuto, de colores bermejos.
La encontraron al amanecer, tibia aun, cubierta de plumas, con una sonrisa titilando en la boca.

En las cosechas, cuando se tienden las mesas bajo la sombra perfumada de los árboles y los perros husmean en busca de comida, una gran sombra oscurece el día y hay quien asegura, que Laura, espera en lo alto del molino.

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